El ramo de la novia

El ramo de la novia

El ramo de la novia

Y ahí estábamos, atrasando uno de los momentos más emblemáticos de la boda: El lanzamiento del ramo de la novia, porque claro, mi amiga y yo – una de las mejores amigas del novio – ¡Éramos las solteras de la mesa!.

Había llegado la ocasión que no recordaba una de las más importantes tradiciones de la celebración religiosa de muchos habitantes del mundo. ¡Me arrepentí de haber llegado tarde a la boda de mis mejores amigos para poder recordar esa costumbre!. Ya era muy tarde para hacer movimientos disimulados hacia la recepción, donde una repentina llamada por teléfono me salvaría de tal situación, o ir al baño con la esperanza que el novio no se acordase de mi existencia, con tanta emoción y gente que le rodeaba ese día. Ya era muy tarde.

Como niñas chiquitas nos insistían que participáramos, como si fuésemos a ganar un caramelo, o a construir el sueño de nuestras vidas. A los treinta años de edad, agarrar el ramo de la novia no era un célebre presente, sino mas bien un regalo de caridad. A los ojos de algunos.

Claro, eran tres décadas de idas y venidas, aventuras, infortunios y experiencias que nos habían hecho, de alguna manera, libres. Nosotras no queríamos el ramo.

Ese ramo que nos garantizaba un matrimonio cercano digno de celebrar vestidas de blanco, tomadas del brazo de nuestro príncipe azul. Ese ramo con poderes mágicos que aseguraba el amor soñado y una vida próspera al lado de nuestro amado. Ese ramo que representaba la puerta al mundo de Disney donde “Todos vivieron felices para siempre”. Ese ramo no era nuestro sueño.

Tras cinco minutos de insistencia y con la vergüenza de recibir la mirada fría del señor panzón que debía tomar la foto, me levanté de mi silla, dirigí la vista hacia donde mi amiga con el gesto preciso que le aseguraba que era tiempo de levantarnos y participar. Con el temor rodeándome el cuerpo, pero con paso firme, caminé hacia el asiento de mi amiga, le tomé de la mano y le dije: “Hagámoslo por nuestro amigo”.

Sintiendo la mirada de los presentes y el silencio de la noche como si tal fuésemos la viuda en un funeral, caminé tomada de la mano de mi amiga hacia el círculo de “las solteras”, lindas señoritas sonrientes que afloraban la alegría del momento. Lo peor: Al panzón se le ocurrió tomar la foto.

Todas nos ubicamos para recibir el bouquet. La bella esposa se colocó de espaldas y comenzó el conteo regresivo. Cada número representaba un paso hacia atrás. Llegó el número uno y en ese instante, fue lanzado. ¡Qué fortuna que la novia no tuviese tanta fuerza, ni haya colocado sus brazos de manera que las flores recorriesen tanto espacio para llegar a mi lugar!. Apenas llegó al frente de la hilera, donde dos muchachas casi lo destruyen por las ansias de hacerlo suyo. Al fin, una de ellas ganó la batalla y levantó el trofeo con total orgullo, rodeada de aplausos y risas.

Posiblemente la joven sólo lo quería para adornar un rincón de su casa o porque sentía tanto aprecio hacia la novia que lo recibía como el obsequio otorgado indirectamente por ella, ¡O tal vez sí desea casarse!, quién sabe.

Yo sonreí, le regalé al momento un par de aplausos sarcásticos y regresé a mi asiento junto a mi amiga. Ya habíamos cumplido.

Respiré y me sentí libre otra vez. Feliz de tener el alma más joven. Feliz de reconocer que una edad no es atadura a convencionalismos. Feliz de ser feliz con mi estado civil.

Feliz de saber que esa noche esperaba por mí el hombre que amo, quien contaba las horas y marcaba su presencia mediante cursis y eróticos mensajes telefónicos, robándome sonrisas cómplices y suspiros constantes.

Feliz por la Libertad de poder decir adiós y dar la bienvenida al “príncipe azul” que quisiera en mi vida.

Feliz porque no necesitaba ese ramo para ser feliz.

A su salud:

Gabriela Castillo
Periodista y Presentadora
@gabrielaviva13

Gabriela Castillo

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